EL PRIMER JOROBADO DE LA
HISTORIA
Hace miles y miles de años, cuando el hombre vivía en cavernas
durante la época prehistórica, nació Uki, el primer jorobado de la historia. Su
cuerpo deforme se convirtió en motivo de burlas y de escarnio y donde quiera
que iba era el hazmerreír de todos, lo cual lo fue sumiendo en una infinita
tristeza, hasta que decidió huir de su propia gente y vivir lo más alejado que
pudiera del sitio donde habla nacido, en un lugar donde su joroba no fuera
objeto de burla ni de desprecio.
Caminó durante días y noches hasta que encontró un bellísimo
paraje, donde había caza y agua en abundancia y con una cueva, al pie de una
montaña, que le serviría de morada.
Allí vivió durante muchísimos años sin nada que turbara la paz
de aquel paradisíaco lugar, hasta que un día vio allá a lo lejos, en la
llanura, a un grupo de hombres que cazaban a uno de esos grandes animales
prehistóricos. Se inquietó un poco, por la presencia allí de los humanos, pero
no se preocupó demasiado, porque todavía estaban lo bastante alejados como para
no constituir un auténtico peligro para él.
Lo que Uki no sabía, era que estos seres humanos que él veía
desde la mañana, ya habían descubierto el fuego y trabajaban los metales y que
por lo tanto estaban más adelantados que su propio pueblo.
No era de extrañarse, entonces, que la curiosidad moviera a Uki a descender de su refugio para averiguar el significado de la gran columna
negra que se elevaba hasta el cielo. Sorprendido, vio por vez primera lo que
era el fuego y presenció cómo aquella gente descuartizaba a un animal y lo
metía, en pedazos, en un gran recipiente con agua que estaba colocado encima de
aquello que originaba la negra columna que despertara su curiosidad, que no era
otra cosa que el humo que despedía el fuego encendido por los cazadores.
Se quedó observando durante mucho tiempo hasta que llegó la
noche y, entonces, entre dos hombres
llevaron el recipiente hasta una choza, lo dejaron dentro y salieron a reunirse
con los demás.
Uki, que se había acercado hasta donde estaba el fuego, por poco
revela su presencia a los cazadores: se le ocurrió tocar con sus manos una de
las brasas ardientes donde habían cocinado aquella gente su comida y casi se le
escapa un agudo grito de dolor.
Conteniendo a duras penas sus lágrimas, se dirigió a la parte
posterior de la choza donde estaba la comida y abriendo un hueco entre las
ramas pudo percibir el sabrosísimo olor que se desprendía de aquel recipiente.
Metió sus manos entre las ramas, pero era imposible alcanzar la comida. De
pronto una idea le iluminó el semblante. Salió corriendo hasta cerca de su
refugio y cortó, de una planta que crecía en el agua, un bejuco, que era hueco
por dentro. Regreso hasta la parte trasera de la choza e introdujo el bejuco
dentro del recipiente y, como si fuera un pitillo común y corriente, sorbió
todo el caldo que allí había, pues Uki no había probado jamás algo tan sabroso
como aquello.
Cuando los cazadores se dispusieron a comer, notaron con gran
disgusto, que alguien se había comido la parte que más le apetecía a su jefe:
el caldo. Este ordenó que prepararan nueva comida y, cuando la pusieron a
enfriar dentro de la choza, colocaron a dos centinelas en la puerta para evitar
que se repitiera lo sucedido anteriormente.
Tan pronto Uki vio que trasladaban otra vez el recipiente a la
choza, tomó su “pitillo” y nuevamente lo vació del suculento y sabroso caldo,
para sorpresa y consternación de aquella gente, sobre todo para los centinelas
que no se explicaban lo que pudo haber ocurrido.
El jefe, después de castigar a los centinelas, se dispuso él
mismo a vigilar la comida que por tercera vez le habían preparado. No le
quitaría los ojos de encima a aquel recipiente. De pronto, observó sorprendido
cómo una delgada varita era introducida en el recipiente y, presenció asombrado
cómo era completamente vaciado como por arte de magia.
Simultáneamente, los castigados centinelas habían sorprendido a
Uki y lo trajeron, fuertemente sujeto, a la presencia de su jefe, quien al ver
la delgada varita en las manos de Uki,
ordenó que lo soltaran inmediatamente y, cayendo de rodillas, se postró a los
pies de Uki e inmediatamente todos los demás hicieron lo mismo.
Sin comprender del todo lo que había sucedido, Uki ordenó que se
levantaran. El instinto le decía que se había convertido en el jefe de aquellos
hombres; pero, nunca entendió por qué cada mañana, todos desfilaban
respetuosamente ante él para tocarle la joroba, ni porqué le tenían tanto miedo
al “pitillo” que siempre conservó en sus manos, como talismán, durante el resto
de su existencia como jefe absoluto de la tribu de los cazadores.
Todo lo vino a comprender, ya anciano, antes de morir, cuando el que había sido designado como sucesor en el mando, vino hasta su lecho de muerte a pedirle respetuosamente que le colocara a él la “bolsa de sabiduría que Uki cargaba en su espalda y que le diera la “varita mágica” que le permitiría ejercer la autoridad sobre su pueblo. Y Uki, en ese momento expiró, con una extraña sonrisa de complicidad en sus labios.
Jesús Núñez León.
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