EL VALLE
DE GUAICARIÑO
Guaicariño era
un indiecito que vino al mundo en la época de la conquista. Eran tiempos de
avatares y de angustias para la población indígena, la cual se veía obligada a
huir de un lado a otro, por el continuo hostigamiento de los conquistadores
españoles.
Guaicariño,
que amaba entrañablemente a la naturaleza, no entendía muy bien por qué su
gente vivía en esa zozobra permanente. Cada vez que debían huir de un sitio, él
se preguntaba:
- ¿Por qué
tener que irnos si aquí abundar la caza y peces para la pesca? ¿Por qué no
haber paz entre indios y blancos, si aquí sobrar espacio para todos vivir?
La situación
de inseguridad en que vivían y el amor que sentía por los bosques, ríos y
montañas; hacían que apenas se instalaban en un lugar, Guaicariño saliera a
explorar los alrededores. Disfrutaba de las aguas de los ríos, pescaba, cazaba
y cocinaba en el bosque su propia comida; conocía el sabor de todos los frutos
silvestres; y admiraba las grandes montañas y se preguntaba si subiendo a ellas
podría tocar el cielo con sus manos. A veces se quedaba dormido contemplando
las estrellas y escuchando los miles de ruidos de la selva, tratando de
identificar cada uno de ellos.
Un día, al
regresar del bosque donde había ido a cazar, Guaicariño se detuvo, consternado
por lo que veía. El campamento de los suyos había sido abandonado. Su tente
había tenido que huir una vez más, ante e! peligro que representaban los
españoles. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero inmediatamente se repuso.
Tenía que ser fuerte. Sus padres le habían enseñado a sobreponerse al miedo.
¡Tenía que sobrevivir para encontrar a los suyos!
Desde
entonces, Guaicariño se dedicó a caminar por los bosques, llanuras y montañas:
con la firme determinación de encontrar a su gente. En sus andanzas, había
descubierto un lugar maravilloso para vivir. Era el valle más verde que hubiera
visto en su vida. Todo allí era esplendoroso, los pájaros entonaban las más
bellas melodías, la caza era abundante; y había ríos de aguas
cristalinas y lagos que semejaban pedacitos de cielo. ¡Si su pueblo
pudiera asentarse en este lugar, no lo abandonaría jamás! Guaicariño
decidió vivir en
aquel valle y salía
a explorar durante días y noches en busca de los suyos, pero siempre regresaba
a lo que el llamaba el valle de sus
sueños.
Cierta vez que
salía del mismo, advirtió con horror que una patrulla de españoles había acampado cerca de allí. Su
primer impulso fue el de abandonar su campamento, pero luego recapacitó, no
huiría más. Nadie en el mundo lo
obligará a dejar el valle de sus
Sueños. Regresó a la cueva que le servía de
refugio y entonces recordó que una manada de tigres anduvo merodeando por los
alrededores la tarde anterior. Tomó su arco y sus flechas y se dispuso a ir de
cacería, con tan buena suerte que enseguida
logró cazar un venado de muy buen tamaño. Lo arrastró como pudo hasta la cueva y procedió a quitarle la
piel y a descuartizar al animal. Una vez hecho esto,
tomó un gran trozo de carne y lo colocó al pie de la montaña con la
intención de atraer a la manada de tigres. Comenzó a vigilar y muy pronto vio cómo
los tigres se abalanzaban sobre el pedazo de carne,
peleándose por él. Tomó entonces la piel
del venado, se la
colocó encima a manera de disfraz, se amarró a la cintura otro pedazo de carne y emprendió
veloz carrera, pasando cerca de los tigres, rumbo al campamento de los
españoles.
Los tigres
pensaron, ¡qué venado tan extraño!; pero al olfatear la carne fresca empezaron a
perseguir al supuesto venado. Guaicariño sentía a los tigres correr
tras él e imprimió mayor velocidad a su carrera. Al llegar al campamento
español, se quitó con rapidez la piel de venado y la lanzó, junto con
el trozo de carne, en medio de los asombrados españoles, quienes huyeron
despavoridos al ver aquella manada de tigres hambrientos que se les venía encima. Guaicariño se destornillaba
de la risa a! ver
cómo corrían los españoles por el valle cuando sintió el ruido de gente que corría hacia él, lleno de terror iba a emprender la huida,
cuando se percató de que eran guerreros indígenas los que se acercaban.
Formaban parte de una patrulla que se encontraba al acecho de los españoles,
esperando el momento preciso para atacarlos y cuyos integrantes presenciaron
admirados como Guaicariño sin ayuda de nadie los hizo huir de la región.
Lo felicitaron
todos por su astucia y su valor, y colocaron sobre su cabeza el penacho de plumas que identifica al guerrero
indígena. Muy contento, Guaicariño los
invitó a su cueva y comieron el resto del venado que había cazado y
que había servido para ahuyentar a los españoles.
Durante la comida, Guaicariño les contó sus desventuras y con sorpresa vio cómo
los indios empezaron a despojarse de sus penachos y a lavarse las caras; y. entonces, la emoción
más grande se adueñó del corazón de
Guacariño eran indígenas de su propia tribu a quienes no había reconocido por
la pintura de sus rostros y por los grandes penachos de plumas que portaban.
Ellos tampoco
lo habían reconocido
a él, porque durante
el tiempo que
había pasado Guaicariño había
dejado de ser un niño y
se había convertido
en un fuerte
y robusto mocetón.
Guaicariño preguntó entonces
por sus padres
y le respondieron que
vivían todos al
otro lado de las
montañitas.
Los indígenas,
por su parte tampoco lo habían reconocido a él; porque durante el tiempo que
había pasado, Guaicariño había dejado de ser un niño, se había convertido en un
fuerte y robusto mocetón. Guaicariño
preguntó entonces por sus padres y le respondieron que todos vivían al otro
lado de las montañas, y añadieron con tristeza:
-Pero pronto
no seguir allí. La caza acabar, la pesca acabar y nosotros pronto morir de
hambre.
Entonces
Guaicariño, recordando al valle de sus sueños, los condujo a través de la cueva
a la entrada del mismo. Los indios quedaron maravillados ante el hermoso
espectáculo que se ofrecía a sus ojos: ¡la más Inmensa variedad de frutos silvestres, la caza más
variada y apetecida: venados, báquiros, conejos y lapas, bebiendo en un inmenso lago con un imponente
torrente de agua que caía desde la montaña.
Muy alegres,
salieron bien temprano en busca de los demás integrantes de la tribu. Los
padres de Guaicariño lloraron de emoción, por haber recuperado a su hijo y toda la población supo de las hazañas
de Guaicariño, quien desde entonces vivió
feliz, rodeado del respeto y de
la admiración de todos. A la muerte de
cacique, ocurrida tiempo después, la tribu lo eligió por unanimidad como su
sucesor. Y el Gran Cacique Guaicariño supo conducir a su pueblo por los
senderos del bienestar y del progreso.
Jamás los
españoles regresaron por aquellos lugares, porque ellos habían bautizado al
sitio como “El valle de los tigres hambrientos”, mientras que para los
indígenas fue para siempre “El valle de Guaicariño”.
Jesús Núñez León.
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