sábado, 14 de mayo de 2016

EL SER MÁS INTELIGENTE DEL MUNDO

























EL SER MÁS INTELIGENTE DEL MUNDO

Zenaida Martínez era una mujer como pocas: tenaz, indoblegable y de firmes convicciones. A sus veintidós años era una aventajada estudiante de ingeniería en una prestigiosa universidad de la capital del país.
Nacida en un pequeño pueblo del interior, desde los diecinueve años se había venido a Caracas con la finalidad de estudiar la carrera que siempre la había apasionado: la electrónica.
Desde muy joven soñaba con ser una inventora famosa, emulando a reconocidos genios de la humanidad, como Emerson, Marconi, Volta, Leonardo Da Vinci y otros. Le fascinaba vivir entre cables, resistencias, bombillos, pilas y circuitos; causando la natural consternación de sus padres que querían verla jugando como las demás niñas, con muñecas, vestidos y casitas.
Pero Zenaida, imponiendo su indeclinable voluntad, había logrado incluso que le construyeran un pequeño galpón que utilizaba corno cuarto de juego, donde había ido acumulando tal cantidad de cachivaches, que aquello más bien semejaba el basurero de la casa. Televisores, radios, licuadoras, lámparas, neveras; cualquier artefacto que hubiera sido desechado por inservible, Zenaida religiosamente lo recogía y, como si de algo muy valioso se tratara, lo llevaba con el mayor cuidado hasta su “taller”.
Como era hija única y tanto su padre como su madre estaban permanente mente ocupados en sus respectivos oficios, Zenaida gozaba de una privacidad casi total, la cual le permitía realizar cuanto experimento se le ocurriera, desarmando y armando nuevamente motores, construyendo circuitos, cambiando piezas y resistencias y tantas y tantas cosas que sólo ella se atrevía a hacer.
Cuando estudiaba 5to. año de bachillerato le exigieron en el liceo un experimento científico y utilizando una vieja lavadora, construyó con habilidad y sumo ingenio, la máquina de hacer pan que utilizaron por mucho tiempo en su casa y que servía, además para hacer pizzas, tortas y galletas de variado estilo.
Para Zenaida significó un duro golpe el tener que abandonar su taller para ir a estudiar a la Universidad. Pero la ilusión de perfeccionar sus conocimientos de electrónica y culminar su carrera, fue más fuerte que la añoranza por su “refugio” y se trasladó a Caracas, llegando a ser en poco tiempo la alumna más brillante de la facultad de ingeniería de la universidad. Apenas cursaba el tercer año de la carrera y ya se había convertido en referencia obligada de la comunidad universitaria, tanto por su excelente rendimiento académico, como por su habilidad e ingenio y por una innata vena de creatividad que dejaba sorprendidos a todos los estudiantes y profesores de la facultad.
Pero Zenaida se enamoró perdidamente. Todavía nadie se explica cómo una joven tan extremadamente talentosa pudo haber caído en la trampa amorosa de aquel indisciplinado compañero de facultad. Aquel que faltaba continuamente a sus deberes de clase, dedicado por entero al quehacer de don Juan universitario.
Con una verborrea tan superficial como interminable solía acaparar la atención de un pequeño grupo de estudiantes mediocres que lo tenían como su líder. Se ufanaba de su éxito con las mujeres, pero nunca nadie lo vio en compañía de ninguna de las estudiantes que se consideraban como serias y sensatas.
Dicen los que lo conocían íntimamente, que continuamente afirmaba que le era indiferente graduarse en 5 o en 10 años, que lo que verdaderamente importaba era permanecer en la universidad, haciendo amigos y relacionándose con bellas estudiantes.
Cuando Zenaida lo conoció, quedó de inmediato deslumbrada por su simpatía. La inocente pueblerina no pudo resistirse al hechizo de aquel caradura y ambos se dedicaron a vivir, desde entonces, un romance tan tórrido como irresponsable.
Los estudios de Zenaida pasaron a segundo plano. Sólo le importaba estar con él y satisfacerlo en todos sus caprichos. Y verdaderamente el hizo de ella lo que quiso, hasta que un día, al saber que había quedado embarazada, desapareció de su vida tan repentinamente como había entrado.
Y Zenaida hizo entonces lo que nunca debió hacer: herida en lo más hondo de su orgullo, abandonó la Universidad para siempre Con la firme voluntad que la caracterizaba, juró para sus adentros dedicarse en cuerpo y alma a su hijo. Sería para el padre y madre a la vez y lo convertiría en el ser más inteligente del mundo, para que pudiera hacer realidad los sueños de grandeza que ella no había sido capaz de cristalizar. Pero eso sí, tenía que nacer varón, para que nunca pudiera ocurrirle a él lo que a ella le había sucedido.
Ya con esa determinación firmemente tomada, regresó al lado de sus padres a quienes no les permitió llorar por su desgracia. Les afirmó rotundamente que ella sabría convertir esa aparente derrota en la más contundente victoria. Los padres, perplejos, no supieron qué replicar y Zenaida, cambiando de conversación, les dijo:
Necesito acondicionar mi refugio. De ahora en adelante viviré allí, porque pienso dedicarme por entero a mi hijo.
Los padres, en vista de la situación por la cual estaba atravesando su hija, no pusieron objeción alguna y la dejaron actuar a su real capricho y voluntad.
En poco tiempo Zenaida mudó todas sus pertenencias al refugio, el cual quedó dividido en dos áreas diferentes entre sí: una el dormitorio, completamente limpio y ordenado y, la otra, el taller propiamente dicho, un intrincado laberinto de piezas y cachivaches.
Y se dedicó Zenaida a esperar el nacimiento de su hijo, inmersa en  una febril actividad. Pero nunca nadie la vio coser o tejer prenda alguna de vestir para el bebé. Toda su energía la consumía, diseñando y construyendo extraños artefactos en el taller. En tres oportunidades viajó a la capital, regresando con varias cajas que contenian un generador, un voltímetro, un viejo reproductor de discos, micrófonos, unos audífonos gigantescos y algunos rollos de cables.
Su madre observaba, alarmada, el acopio de tantos objetos y se morfa con las ganas de saber qué era lo que estaba ocurriendo en el taller de Zenaida. Pero, ésta, jamás permitió que nadie penetrara a lo que ella denominaba ahora La Casa de Zen, que era el nombre que había escogido para su hijo. 
Con el transcurrir de los días, Zenaida se volvió irascible, huraña y desconfiada. Su madre no acababa de entender el raro comportamiento de su hija y una vez, sin poder contenerse más, le dijo:
- Si sigue así, mija, vas a parar en loca...
Y fue tan dura y tan desproporcionada la respuesta de Zenaida, que nunca más sus padres se atrevieran a reprocharle nada.
Pero esta actitud, adusta, fría y distante de Zenaida, desaparecía como encanto al traspasar apenas el umbral de su refugio. Una expresión sublime, plácida,  inenarrable, como proveniente de una infinita paz interior, tornaba su pálida y ceñuda faz en angelical. Era la madre en perfecta comunión con el hijo que dormía en sus entrañas.
Ya Zenaida sabía que era varón el niño que esperaba, porque en uno de los viajes que hizo a la capital se había efectuado un ecosonograma que le permitió saber a ciencia cierta, el sexo de su hijo. Esta noticia la había dejado sumamente satisfecha e hizo que se hiciera más firme todavía su determinación inicial de convertir a Zen en  el ser más inteligente de la tierra.
Quienquiera que conociera a Zenaida, se habría sorprendido al observar su extraño comportamiento dentro del refugio. Apenas llegaba allí, transfigurada su expresión por el embrujo de la maternidad, se dirigía como en trance al desordenado taller y allí, después de desnudarse, comenzaba a colocarse electrodos en el vientre y a encender algunos aparatos que sólo ella sabía para qué servían. Se escuchaban entonces las melodiosas notas de un fondo musical extrañamente dulce y apacible, tomaba los grandes audífonos y se los colocaba a ambos lados del cuerpo y procedía a elevar el volumen del reproductor de discos.
Luego,  repentinamente lo bajaba y comenzaba a musitar dulcemente: Mamá, mamá, mamá…; a la par que un grabador comenzaba a reproducir sus palabras. Y las repetía, una y otra vez, y cada vez que lo hacía , ella apretaba más firmemente los electrodos en su vientre; hasta que, desfallecida, se quedaba profundamente dormida, arrullada por la suave música de fondo y por las mágicas palabras que no cesaba de repetir el radio-reproductor. Esta era la rutina que Zenaida seguía varias veces al día, sólo interrumpida por los intervalos que ella dedicaba a alimentarse concienzudamente.
Y así fueron pasando los meses, hasta que un día de noviembre le empezaron los síntomas de parto.
Entonces, como si hubiera sido atacada por una súbita locura comenzó a destruir los complicados circuitos electrónicos que sabia y pacientemente había construido. Ya no los necesitaría más. Este era el único hijo que ella pensaba tener, al que había dedicado todos sus conocimientos y no permitiría que nadie pudiera repetir su experiencia.
Una vez destruido el taller, con el rostro impasible a pesar de los dolores cada vez más frecuentes, le comunicó a sus padres que había llegado el momento de parir.
Fue llevada rápidamente al hospital, donde todos los que la atendieron solícitamente, se extrañaban de que en lugar de un rictus de dolor, cada vez que ocurría una contracción, su rostro se iluminaba con un destello de felicidad.
Fue trasladada al quirófano y comenzó el proceso de parto. Ningún quejido salía de los labios de Zenaida. El médico, francamente nervioso, la miraba a intervalos cada vez mas frecuentes, temeroso de su extraña tranquilidad. Pero Zenaida invariablemente le mostraba una indescifrable sonrisa.
Cuando por fin nació el niño, Zenaida, increíblemente, se incorporó en la mesa de operaciones y dirigiéndose al médico, con voz destemplada, le urgió:
- ¡Doctor, tráigame a mi hijo inmediatamente!
- Espere un momento, señora—Le respondió el médico.
- ¡Tráigamelo inmediatamente! - Le volvió a gritar, con el rostro desencajado y con los ojos desmesuradamente abiertos.
El doctor, intimidado, le acercó al niño, que ya había comenzado a llorar por la reglamentaria palmada que le acababa de aplicar. Y, en ese preciso instante, ocurrió el suceso más increíblemente maravilloso que aquel médico hubiera presenciado jamás: el niño que acababa de nacer, al sentir el contacto de su madre, volteó el rostro hacía ella y dijo claramente:
- Mamá, mamá, mamá...
La emoción  de todos los presentes fue indescriptible. El doctor, estupefacto, quedó como paralizado.
Zenaida, fuera de sí, emitió un grito salvaje de alegría. Había triunfado. Había convertido su frustración y su fracaso en una inobjetable victoria. El hijo de sus entrañas era el primer ser que había sido capaz de hablar al nacer. Y, si pudo hacer eso, ningún obstáculo intelectual lo iba a detener.  Zen sería el hombre más inteligente del mundo. La forma de estimular electrónicamente al feto había sido descubierta por ella. Se acabarían los talentos mediocres...!
De pronto, se derrumbó pesadamente sobre la mesa del quirófano y su mirada quedó extrañamente fija en un punto inexistente de la habitación. Una expresión de ausentismo se plasmó en sus desencajadas facciones y una amarillenta baba se asomó por la comisura de sus labios: ¡Zenaida había perdido, irremediablemente, la razón! De repente, se levantó y como poseída por una fuerza demoníaca, tomó al niño en sus brazos y lo apretó brutalmente contra su pecho. ¡Nadie, le arrebataría a su hijo! Como fiera acorralada, corrió hacia la puerta del quirófano a fin de ganar la salida, pero el médico resueltamente se interpuso en su camino, tratando de arrancarle al niño de los brazos. Pero Zenaida, con la obstinación de la locura sembrada en el rostro, apretaba más fuertemente al niño contra su cuerpo, sin percatarse que el inocente ya no daba señales de vida.
Cuando al fin pudo el personal del hospital sujetar a Zenaida, el médico rápidamente le inyecto un fuerte sedante y sólo así lograron arrebatarle al niño de los brazos. Tras inauditos esfuerzos pudo al fin el médico devolverle a Zen el aliento vital.  Luego, fue trasladado a la unidad de cuidados intensivos, donde rápidamente comenzó a recuperarse, revelándose como un niño extraordinariamente fuerte y sano.
Completamente exhausto, el médico se retiró o un rincón de la enorme sala de operaciones.  Allí, sentado en una vieja silla de ruedas, se dispuso a meditar sobre los increíbles acontecimientos que había presenciado. ¿Sería lo ocurrido una simple casualidad, uno de esos sucesos inexplicables para la ciencia médica o, sería el producto de algún plan, ingeniosamente perfecto ideado por esta mujer para estimular a su hijo desde antes de nacer...?
Solamente, el imaginar que esto hubiera sido posible lo llenaba de excitación. Si esto era cierto, las posibilidades que se abrían al desarrollo del hombre eran prácticamente ilimitadas. ¡Qué gran hallazgo representaría para la ciencia, que se descubriese un método de estimulación precoz que permitiera que los niños nacieran hablando! El Nóbel no sería nunca suficiente para premiar tal descubrimiento.  ¡La humanidad estaría en deuda eterna con  semejante genio! Desgraciadamente —Se dijo— Esta mujer no podrá jamás relatarnos su experiencia. Pero al menos sabemos ya, a ciencia cierta, que la posibilidad de  hablar al nacer existe y que los científicos  podrán ahora orientar mejor sus investigaciones en este campo. Habrá que averiguar más en torno a esta mujer y a su maravillosa experiencia. Desafortunadamente, su locura no permitirá hacerle el debido reconocimiento. Pero de todas maneras se hará famosa, porque esta noticia pronto recorrerá el mundo entero.
Mientras tanto, una de las enfermeras, condoliéndose de la desventurada madre que aun yacía en el piso trajo, de no se sabe dónde, un viejo y maltratado muñeco de goma y, piadosamente, se lo colocó en los brazos...
Cuando el personal médico lo dispuso, los padres de Zenaida fueron a buscar a su nieto al hospital, donde se lo entregaron completamente restablecido.
Los abuelos, en agradecimiento al médico por sus cuidados, le nombraron padrino de Zen, quien fue bautizado apenas cumplió los cinco meses de vida. Ya para ese entonces, el niño comenzaba a dar sus primeros pasos y hablaba casi normalmente, sin balbuceos, y con una asombrosa capacidad para aprender de modo intuitivo e! significado de las palabras que escuchaba y que, enseguida, comenzaba a utilizar adecuadamente.
Sin embargo, no todo era felicidad en casa de los abuelos. El revuelo que causó en la comunidad internacional el nacimiento de Zen fue de extraordinarias dimensiones. De todos los rincones del mundo venían personas o indagar sobre el niño y a investigar sobre sus procesos de gestación y desarrollo. Médicos, científicos, periodistas, fotógrafos, reporteros y especialistas de toda índole pululaban constantemente alrededor del niño, causando intranquilidad y malestar en los abuelos, que veían, con desasosiego, cómo el niño iba creciendo con una ausencia total de intimidad.
Pera más se alarmaban aún, al observar que a Zen no le molestaba en absoluto esta inusual y cada vez más creciente popularidad. Al contrario, parecería hallarse como pez en el agua entre tanta gente extraña, respondiendo preguntas y más preguntas como todo un adulto y posando con natural espontaneidad ante los flashes y las cámaras de televisión.
El padrino del niño, como médico, vivía constantemente preocupado  por esta situación. No se le ocultaban las excepcionales cualidades de aquel niño que lo convertían, yo a los cinco meses de edad, en un ser humano extraordinario. Sin embargo, su preocupación se centraba  en el hecho de que a su ahijado se le estaba haciendo imposible hacer una vida normal. Le angustiaba que Zen, sumergido constantemente entre tantos extraños, no pudiera recibir adecuadamente los valores que se transmiten en el seno familiar, ¡Zen no estaba siendo educado como un niño normal! ¡Se le estaba haciendo, sin querer, un daño irreparable!
Y no le faltaba razón al sabio médico; pues, el niño, todavía no había aprendido a diferenciar a sus abuelos de las demás personas. Desde el punto de vista afectivo, no sentía predilección por nadie. Rehuía las caricias y trataba por igual a propios y extraños, causando la natural consternación  entre los atribulados viejos que se morían con las ganas de mimar y de abrazar a su nieto.
Pero no era que Zen tuviera un carácter frío o reservado. Al contrario que su madre, se revelaba como un niño abierto y cordial; para todos tenía una sonrisa a flor de labios. Lo que ocurría, simplemente, era que el niño, al carecer de intimidad hogareña todavía no habla estrechado suficientemente los lazos afectivos que debían unirlo con las personas de su entorno familiar.
Una noche, el preocupado padrino, después de esperar hasta bien entrada la madrugada, que era cuando el niño normalmente se dormía, visitó la casa de los abuelos dispuesto a proponerles una solución al problema, que cada día se  iba agudizando más y más.
El médico, que no tenía familia pues la había perdido hacia años en un desafortunado accidente, consciente de su deber como padrino de Zen, le planteó a los abuelos la alternativa de vender discretamente las pertenencias de todos y huir del país, con destino desconocido, para residenciarse en algún lugar lejano, donde el niño pudiera crecer normalmente y donde ellos pudieran encauzar convenientemente su desarrollo y orientar debidamente su aprendizaje.
Convencidos todos de que esto era lo más conveniente para la adecuada crianza del niño, comenzaron a hacer los trámites necesarios, incluyendo el dejar a Zenaida debidamente instalada en un centro psiquiátrico de la capital. Y, así, una mañana, después de comentarle a los vecinos que iban de paseo al pueblo más cercano, se alejaron definitivamente de la pequeña ciudad con rumbo totalmente desconocido.
La conmoción que causó la desaparición de Zen fue enorme. Diferentes organismos científicos de rango internacional ofrecieron cuantiosas recompensas por informaciones que permitieran conocer su paradero. Hasta la Organización de las Naciones Unidas se involucró en el asunto, pues se pensó que algún país pudo haber ordenado el secuestro de Zen y de su familia, con el fin de monopolizar las investigaciones que en torno al niño se estaban realizando. Incluso roces entre las grandes potencias hubo, por acusaciones  recíprocas en relación con el posible secuestro.
Pero a pesar de las infinitas diligencias e indagaciones que se han hecho en todo el mundo, hasta la fecha nadie ha logrado averiguar todavía el destino del niño ni de sus familiares.
Actualmente, Zen debe contar con unos dieciocho años de edad y seguramente estará ya preparado física, mental y espiritualmente para asumir, desde dondequiera que esté, el rol que le corresponde como el ser humano más inteligentemente dotado del planeta.
Y, mientras tanto, Zenaida, allá en la capital, sumida para siempre en su desquiciado mundo de locura, deambula, como en trance, por los pasillos del centro psiquiátrico donde permanece internada, con el muñeco de goma acurrucado en su pecho, esperando tal vez verlo crecer, para que finalmente se haga realidad su largamente acariciado sueño de ver a Zen convertido en el hombre más inteligente del mundo.

                                                                     Jesús Núñez León.




























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