EL SER MÁS INTELIGENTE DEL
MUNDO
Zenaida Martínez era una mujer como pocas: tenaz, indoblegable y
de firmes convicciones. A sus veintidós años era una aventajada estudiante de
ingeniería en una prestigiosa universidad de la capital del país.
Nacida en un pequeño pueblo del interior, desde los diecinueve
años se había venido a Caracas con la finalidad de estudiar la carrera que
siempre la había apasionado: la electrónica.
Desde muy joven soñaba con ser una inventora famosa, emulando a
reconocidos genios de la humanidad, como Emerson, Marconi, Volta, Leonardo Da
Vinci y otros. Le fascinaba vivir entre cables, resistencias, bombillos, pilas
y circuitos; causando la natural consternación de sus padres que querían verla
jugando como las demás niñas, con muñecas, vestidos y casitas.
Pero Zenaida, imponiendo su indeclinable voluntad, había logrado
incluso que le construyeran un pequeño galpón que utilizaba corno cuarto de
juego, donde había ido acumulando tal cantidad de cachivaches, que aquello más
bien semejaba el basurero de la casa. Televisores, radios, licuadoras, lámparas,
neveras; cualquier artefacto que hubiera sido desechado por inservible, Zenaida
religiosamente lo recogía y, como si de algo muy valioso se tratara, lo llevaba
con el mayor cuidado hasta su “taller”.
Como era hija única y tanto su padre como su madre estaban
permanente mente ocupados en sus respectivos oficios, Zenaida gozaba de una
privacidad casi total, la cual le permitía realizar cuanto experimento se le
ocurriera, desarmando y armando nuevamente motores, construyendo circuitos,
cambiando piezas y resistencias y tantas y tantas cosas que sólo ella se
atrevía a hacer.
Cuando estudiaba 5to. año de bachillerato le exigieron en el
liceo un experimento científico y utilizando una vieja lavadora, construyó con
habilidad y sumo ingenio, la máquina de hacer pan que utilizaron por mucho
tiempo en su casa y que servía, además para hacer pizzas, tortas y galletas de
variado estilo.
Para Zenaida significó un duro golpe el tener que abandonar su
taller para ir a estudiar a la Universidad. Pero la ilusión de perfeccionar sus
conocimientos de electrónica y culminar su carrera, fue más fuerte que la
añoranza por su “refugio” y se trasladó a Caracas, llegando a ser en poco
tiempo la alumna más brillante de la facultad de ingeniería de la universidad.
Apenas cursaba el tercer año de la carrera y ya se había convertido en
referencia obligada de la comunidad universitaria, tanto por su excelente
rendimiento académico, como por su habilidad e ingenio y por una innata vena de
creatividad que dejaba sorprendidos a todos los estudiantes y profesores de la
facultad.
Pero Zenaida se enamoró perdidamente. Todavía nadie se explica
cómo una joven tan extremadamente talentosa pudo haber caído en la trampa
amorosa de aquel indisciplinado compañero de facultad. Aquel que faltaba continuamente
a sus deberes de clase, dedicado por entero al quehacer de don Juan
universitario.
Con una verborrea tan superficial como interminable solía
acaparar la atención de un pequeño grupo de estudiantes mediocres que lo tenían
como su líder. Se ufanaba de su éxito con las mujeres, pero nunca nadie lo vio
en compañía de ninguna de las estudiantes que se consideraban como serias y
sensatas.
Dicen los que lo conocían íntimamente, que continuamente
afirmaba que le era indiferente graduarse en 5 o en 10 años, que lo que
verdaderamente importaba era permanecer en la universidad, haciendo amigos y
relacionándose con bellas estudiantes.
Cuando Zenaida lo conoció, quedó de inmediato deslumbrada por su
simpatía. La inocente pueblerina no pudo resistirse al hechizo de aquel
caradura y ambos se dedicaron a vivir, desde entonces, un romance tan tórrido
como irresponsable.
Los estudios de Zenaida pasaron a segundo plano. Sólo le
importaba estar con él y satisfacerlo en todos sus caprichos. Y verdaderamente
el hizo de ella lo que quiso, hasta que un día, al saber que había quedado
embarazada, desapareció de su vida tan repentinamente como había entrado.
Y Zenaida hizo entonces lo que nunca debió hacer: herida en lo
más hondo de su orgullo, abandonó la Universidad para siempre Con la firme
voluntad que la caracterizaba, juró para sus adentros dedicarse en cuerpo y
alma a su hijo. Sería para el padre y madre a la vez y lo convertiría en el ser
más inteligente del mundo, para que pudiera hacer realidad los sueños de
grandeza que ella no había sido capaz de cristalizar. Pero eso sí, tenía que
nacer varón, para que nunca pudiera ocurrirle a él lo que a ella le había
sucedido.
Ya con esa determinación firmemente tomada, regresó al lado de
sus padres a quienes no les permitió llorar por su desgracia. Les afirmó
rotundamente que ella sabría convertir esa aparente derrota en la más
contundente victoria. Los padres, perplejos, no supieron qué replicar y
Zenaida, cambiando de conversación, les dijo:
Necesito acondicionar mi refugio. De ahora en adelante viviré
allí, porque pienso dedicarme por entero a mi hijo.
Los padres, en vista de la situación por la cual estaba atravesando
su hija, no pusieron objeción alguna y la dejaron actuar a su real capricho y
voluntad.
En poco tiempo Zenaida mudó todas sus pertenencias al refugio,
el cual quedó dividido en dos áreas diferentes entre sí: una el dormitorio,
completamente limpio y ordenado y, la otra, el taller propiamente dicho, un
intrincado laberinto de piezas y cachivaches.
Y se dedicó Zenaida a esperar el nacimiento de su hijo, inmersa
en una febril actividad. Pero nunca
nadie la vio coser o tejer prenda alguna de vestir para el bebé. Toda su energía
la consumía, diseñando y construyendo extraños artefactos en el taller. En tres
oportunidades viajó a la capital, regresando con varias cajas que contenian un
generador, un voltímetro, un viejo reproductor de discos, micrófonos, unos audífonos
gigantescos y algunos rollos de cables.
Su madre observaba, alarmada, el acopio de tantos objetos y se
morfa con las ganas de saber qué era lo que estaba ocurriendo en el taller de
Zenaida. Pero, ésta, jamás permitió que nadie penetrara a lo que ella
denominaba ahora La Casa de Zen, que era el nombre que había escogido para su
hijo.
Con el transcurrir de los días, Zenaida se volvió irascible,
huraña y desconfiada. Su madre no acababa de entender el raro comportamiento de
su hija y una vez, sin poder contenerse más, le dijo:
- Si sigue así, mija, vas a parar en loca...
Y fue tan dura y tan desproporcionada la respuesta de Zenaida,
que nunca más sus padres se atrevieran a reprocharle nada.
Pero esta actitud, adusta, fría y distante de Zenaida, desaparecía
como encanto al traspasar apenas el umbral de su refugio. Una expresión
sublime, plácida, inenarrable, como
proveniente de una infinita paz interior, tornaba su pálida y ceñuda faz en
angelical. Era la madre en perfecta comunión con el hijo que dormía en sus
entrañas.
Ya Zenaida sabía que era varón el niño que esperaba, porque en
uno de los viajes que hizo a la capital se había efectuado un ecosonograma que
le permitió saber a ciencia cierta, el sexo de su hijo. Esta noticia la había
dejado sumamente satisfecha e hizo que se hiciera más firme todavía su
determinación inicial de convertir a Zen en el ser más inteligente de la tierra.
Quienquiera que conociera a Zenaida, se habría sorprendido al
observar su extraño comportamiento dentro del refugio. Apenas llegaba allí,
transfigurada su expresión por el embrujo de la maternidad, se dirigía como en
trance al desordenado taller y allí, después de desnudarse, comenzaba a
colocarse electrodos en el vientre y a encender algunos aparatos que sólo ella
sabía para qué servían. Se escuchaban entonces las melodiosas notas de un fondo
musical extrañamente dulce y apacible, tomaba los grandes audífonos y se los
colocaba a ambos lados del cuerpo y procedía a elevar el volumen del
reproductor de discos.
Luego, repentinamente lo bajaba
y comenzaba a musitar dulcemente: Mamá, mamá, mamá…; a la par que un grabador
comenzaba a reproducir sus palabras. Y las repetía, una y otra vez, y cada vez
que lo hacía , ella apretaba más firmemente los electrodos en su vientre; hasta
que, desfallecida, se quedaba profundamente dormida, arrullada por la suave
música de fondo y por las mágicas palabras que no cesaba de repetir el radio-reproductor.
Esta era la rutina que Zenaida seguía varias veces al día, sólo interrumpida
por los intervalos que ella dedicaba a alimentarse concienzudamente.
Y así fueron pasando los meses, hasta que un día de noviembre le
empezaron los síntomas de parto.
Entonces, como si hubiera sido atacada por una súbita locura comenzó
a destruir los complicados circuitos electrónicos que sabia y pacientemente había
construido. Ya no los necesitaría más. Este era el único hijo que ella pensaba
tener, al que había dedicado todos sus conocimientos y no permitiría que nadie
pudiera repetir su experiencia.
Una vez destruido el taller, con el rostro impasible a pesar de
los dolores cada vez más frecuentes, le comunicó a sus padres que había llegado
el momento de parir.
Fue llevada rápidamente al hospital, donde todos los que la
atendieron solícitamente, se extrañaban de que en lugar de un rictus de dolor,
cada vez que ocurría una contracción, su rostro se iluminaba con un destello de
felicidad.
Fue trasladada al quirófano y comenzó el proceso de parto. Ningún
quejido salía de los labios de Zenaida. El médico, francamente nervioso, la
miraba a intervalos cada vez mas frecuentes, temeroso de su extraña
tranquilidad. Pero Zenaida invariablemente le mostraba una indescifrable
sonrisa.
Cuando por fin nació el niño, Zenaida, increíblemente, se
incorporó en la mesa de operaciones y dirigiéndose al médico, con voz
destemplada, le urgió:
- ¡Doctor, tráigame a mi hijo inmediatamente!
- Espere un momento, señora—Le respondió el médico.
- ¡Tráigamelo inmediatamente! - Le volvió a gritar, con el
rostro desencajado y con los ojos desmesuradamente abiertos.
El doctor, intimidado, le acercó al niño, que ya había comenzado
a llorar por la reglamentaria palmada
que le acababa de aplicar. Y, en ese preciso instante, ocurrió el suceso más increíblemente
maravilloso que aquel médico hubiera presenciado jamás: el
niño que acababa de nacer, al sentir el
contacto de su madre, volteó el rostro hacía ella y dijo claramente:
- Mamá, mamá, mamá...
La emoción de todos los
presentes fue indescriptible. El doctor, estupefacto, quedó como paralizado.
Zenaida, fuera de sí, emitió un grito salvaje de alegría. Había triunfado. Había convertido su
frustración y su fracaso en una inobjetable victoria. El hijo de sus entrañas
era el primer ser que había sido capaz de hablar al nacer. Y, si pudo hacer
eso, ningún obstáculo intelectual lo iba a detener. Zen sería el hombre más inteligente del
mundo. La forma de estimular electrónicamente al feto había sido descubierta
por ella. Se acabarían los talentos mediocres...!
De pronto, se derrumbó pesadamente sobre la mesa del quirófano y su mirada quedó extrañamente fija en un punto
inexistente de la habitación. Una expresión de ausentismo se plasmó en sus
desencajadas facciones y una amarillenta baba se asomó por la comisura de sus labios: ¡Zenaida había perdido,
irremediablemente, la razón! De repente, se levantó y como poseída por una fuerza
demoníaca, tomó al niño en sus brazos y lo apretó brutalmente
contra su pecho. ¡Nadie, le arrebataría a su hijo! Como fiera
acorralada, corrió hacia la puerta del quirófano a fin de ganar la salida, pero
el médico resueltamente se interpuso en su camino, tratando de arrancarle al niño de los
brazos. Pero Zenaida, con la obstinación de la locura sembrada en el rostro,
apretaba más fuertemente al niño contra su cuerpo, sin percatarse que el
inocente ya no daba señales de vida.
Cuando al fin pudo el personal del hospital sujetar a Zenaida,
el médico rápidamente le inyecto un fuerte sedante y sólo así lograron
arrebatarle al niño de los brazos. Tras inauditos esfuerzos pudo al fin el médico devolverle a Zen el aliento vital. Luego, fue trasladado a la unidad de cuidados
intensivos, donde rápidamente comenzó a recuperarse, revelándose como un niño extraordinariamente
fuerte y sano.
Completamente exhausto, el médico se retiró o un rincón de la
enorme sala de operaciones. Allí,
sentado en una vieja silla de ruedas, se dispuso a meditar sobre los increíbles
acontecimientos que había presenciado. ¿Sería lo ocurrido una simple
casualidad, uno de esos sucesos inexplicables para la ciencia médica o, sería el
producto de algún plan, ingeniosamente perfecto ideado por esta mujer para
estimular a su hijo desde antes de nacer...?
Solamente, el imaginar que esto hubiera sido posible lo llenaba
de excitación. Si esto era cierto, las posibilidades que se abrían al
desarrollo del hombre eran
prácticamente ilimitadas. ¡Qué gran hallazgo representaría para la ciencia, que
se descubriese un método de estimulación precoz que permitiera que los niños
nacieran hablando! El Nóbel no sería nunca suficiente para premiar tal
descubrimiento. ¡La humanidad estaría en
deuda eterna con semejante genio!
Desgraciadamente —Se dijo— Esta mujer no podrá jamás relatarnos su experiencia.
Pero al menos sabemos ya, a ciencia cierta, que la posibilidad de hablar al nacer existe y que los científicos podrán ahora orientar mejor sus
investigaciones en este campo. Habrá que averiguar más en torno a esta mujer y a su maravillosa experiencia. Desafortunadamente,
su locura no permitirá hacerle el debido reconocimiento. Pero de todas maneras
se hará famosa, porque esta noticia pronto recorrerá el mundo entero.
Mientras tanto, una de las enfermeras, condoliéndose de la
desventurada madre que aun yacía en el piso trajo, de no se sabe dónde, un viejo y maltratado muñeco de
goma y, piadosamente, se lo colocó en los brazos...
Cuando el personal médico lo dispuso, los padres de Zenaida
fueron a buscar a su nieto al hospital, donde se lo entregaron completamente
restablecido.
Los abuelos, en agradecimiento al médico por sus cuidados, le
nombraron padrino de Zen, quien fue bautizado apenas cumplió los cinco meses de
vida. Ya para ese entonces, el niño comenzaba a dar sus primeros pasos y
hablaba casi normalmente, sin balbuceos, y con una asombrosa capacidad para
aprender de modo intuitivo e! significado de las palabras que escuchaba y que,
enseguida, comenzaba a utilizar adecuadamente.
Sin embargo, no todo era felicidad en casa de los abuelos. El
revuelo que causó en la comunidad internacional el nacimiento de Zen fue de
extraordinarias dimensiones. De todos los rincones del mundo venían personas o indagar
sobre el niño y a investigar sobre sus procesos de gestación y desarrollo.
Médicos, científicos, periodistas, fotógrafos, reporteros y especialistas de
toda índole pululaban constantemente alrededor del niño, causando
intranquilidad y malestar en los abuelos, que veían, con desasosiego, cómo el
niño iba creciendo con una ausencia total de intimidad.
Pera más se alarmaban aún, al observar que a Zen no le molestaba
en absoluto esta inusual y cada vez más creciente popularidad. Al contrario,
parecería hallarse como pez en el agua entre tanta gente extraña, respondiendo
preguntas y más preguntas como todo un adulto y posando con natural
espontaneidad ante los flashes y las cámaras de televisión.
El padrino del niño, como médico, vivía constantemente
preocupado por esta situación. No se le
ocultaban las excepcionales cualidades de aquel niño que lo convertían, yo a los
cinco meses de edad, en un ser humano extraordinario.
Sin embargo, su preocupación se centraba en el hecho de que a su
ahijado se le estaba haciendo imposible hacer una vida normal. Le
angustiaba que Zen, sumergido constantemente entre tantos extraños, no pudiera
recibir adecuadamente los valores que se transmiten en el seno familiar, ¡Zen
no estaba siendo educado como un niño normal! ¡Se le estaba
haciendo, sin querer, un daño irreparable!
Y no le faltaba razón al sabio médico; pues, el niño, todavía no
había aprendido a diferenciar a sus abuelos de las demás personas. Desde el
punto de vista afectivo, no sentía predilección por nadie. Rehuía las caricias
y trataba por igual a
propios y extraños, causando la natural consternación entre los atribulados
viejos que se morían con las ganas de mimar y de abrazar a su nieto.
Pero no era que Zen tuviera un carácter frío o reservado. Al
contrario que su madre, se revelaba como un niño abierto y cordial; para todos tenía una sonrisa a flor de
labios. Lo que ocurría, simplemente, era que el niño, al carecer de
intimidad hogareña todavía no habla estrechado suficientemente los lazos
afectivos que debían unirlo con las personas de su entorno familiar.
Una noche, el preocupado padrino, después de esperar hasta bien
entrada la madrugada, que era cuando el niño normalmente se dormía, visitó la casa de los abuelos
dispuesto a proponerles una solución al problema, que cada día se iba agudizando más y más.
El médico, que no tenía familia pues la había perdido hacia años en un desafortunado
accidente, consciente de su deber como padrino de Zen, le planteó a los abuelos la
alternativa de vender discretamente las pertenencias de
todos y huir del país, con destino desconocido, para residenciarse en algún
lugar lejano, donde el niño pudiera crecer normalmente y donde ellos pudieran
encauzar convenientemente su desarrollo y orientar
debidamente su aprendizaje.
Convencidos todos de que esto era lo más conveniente para la
adecuada crianza del niño, comenzaron a hacer los trámites necesarios, incluyendo
el dejar a Zenaida debidamente instalada en un centro psiquiátrico de la capital. Y,
así, una mañana, después de comentarle a los vecinos que iban de
paseo al pueblo más cercano, se alejaron
definitivamente de la pequeña ciudad con rumbo totalmente desconocido.
La conmoción que causó la desaparición de Zen fue enorme.
Diferentes organismos científicos de rango internacional ofrecieron cuantiosas recompensas
por informaciones que permitieran conocer su paradero. Hasta la Organización de las Naciones Unidas se involucró en el
asunto, pues se pensó que algún país pudo haber ordenado el secuestro de Zen
y de su familia, con el fin de monopolizar las investigaciones
que en torno al niño se estaban realizando. Incluso roces entre las grandes
potencias hubo, por acusaciones recíprocas en relación con el
posible secuestro.
Pero a pesar de las infinitas diligencias e indagaciones que se
han hecho en todo el mundo, hasta la fecha nadie ha logrado averiguar todavía
el destino del niño ni de sus familiares.
Actualmente, Zen debe contar con unos dieciocho años de edad y
seguramente estará ya preparado física, mental y espiritualmente para asumir, desde dondequiera que
esté, el rol que le corresponde como el ser humano más
inteligentemente dotado del planeta.
Y, mientras tanto, Zenaida, allá en la capital, sumida para
siempre en su
desquiciado mundo de locura, deambula, como en trance, por los pasillos del centro
psiquiátrico donde permanece internada, con el muñeco de goma acurrucado en su
pecho, esperando tal vez verlo crecer, para que finalmente se haga
realidad su largamente acariciado sueño de ver a Zen convertido en el hombre más inteligente
del mundo.
Jesús Núñez León.
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