sábado, 27 de agosto de 2016

A LA MAESTRA LINA

A LA MAESTRA LINA
(Y a tod@s l@s maestra@s que, como ella,
 supieron, con mística inigualable, entregar 
alma, vida y corazón a la enseñanza de los niños).  


Dondequiera que estés, maestra Lina,
recibe de tu alumno un gran saludo;
tu vocación de enseñar era una mina
que, jamás, agotarse nunca pudo.

De tu mano firme y protectora,
di comienzo a mi vida de estudiante;
no podía imaginar, en esa hora,
el camino que tenía por delante.

Supiste motivar con sumo arte,
tu maternal cariño te alababan;
y Dios ningún hijo quiso darte,
porque sabía que hijos te sobraban.

Te dedicaste a nosotros con esmero,
poniendo en cada letra el corazón;
y, allí, en Punta de Mata, en Campo Obrero,
tu escuelita fue toda una institución.

Tu ronca voz quizás más no oiré,
no sé si bajo tierra ya reposas;
pero, por ti yo siempre guardaré
¡un recuerdo especial Lina Espinoza!

                            Jesús Núñez León.
























EL MILAGRO DEL CARDENAL (CUENTO)


EL MILAGRO DEL CARDENAL
(CUENTO)
Allá, en el despertar de la vida, cuando Dios Todopoderoso creó los cielos y la tierra y todo lo que en ella habita; ocurrió que en el quinto día de la génesis del mundo, decidió el Omnipotente crear todas las aves que surcarían los vastos espacios terrenales.
Ese día, en una inmensa llanura, trastocada en gigantesco taller del más grande y magnífico artesano del universo, se encontraban esparcidas por doquier, las correspondientes representaciones en arcilla de la inmensa variedad de especies aladas hoy conocidas.
Una a una, con infinita paciencia, las iba tomando el Creador y, con el soplo maravilloso de su aliento, las dotaba de vida y les asignaba los nombres y los colores respetivos.
La última de las aves en recibir el don de la vida fue un bellísimo y delicado pájaro. El Señor lo tomó, en sus manos. En un santiamén le insufl6 el hálito vital y le dijo:
— Seréis el cardenal, podéis ir en paz...
Tan pronto se hecho a volar el cardenal, el Todopoderoso se percató de que no le había asignado color alguno al pobre pajarito. Quiso llamarlo, pero ya el ave se perdía en lontananza, con su elegante y cadencioso vuelo.
- Ya regresará - Se dijo Dios - Será mejor que me dé prisa, porque hoy mismo debo crear, también, los peces y los animales que vivirán en el mar. Pero el cardenalito no regresó. El pobre, inocente de su desgracia, contemplaba admirado todo lo que el Señor había creado: las plantas, las flores, los ríos.., y quedábase extasiado ante el multicolor encanto de las demás aves que, como él, formaban el melodioso mundo de los pájaros.
Una vez, movido por la nunca antes satisfecha curiosidad de contemplar el color de su propio plumaje, se acercó a un cristalino manantial y, allí, en el prístino espejo de agua, pudo constatar, horrorizado, la tristísima verdad de su vida: ¡Su pluma no tenía color alguno...!
Bueno, en honor a la verdad, no era que no tenía ningún color. Era que su plumaje conservaba el color original de la oscura arcilla con que fue creado, que, para él, era casi como decir total ausencia de color.
Un indescifrable sentimiento, mezcla de angustia, dolor y decepción, inundó el alma sensible del cardenalito. Comenzó a imaginar que las demás aves rehuían su presencia, porque se avergonzaban de su incolora pluma y eso lo hizo convertirse, poco a poco, en un ser amargado y solitario.
Pero, para ser sinceros, a las demás aves, el cardenalito no les inspiraba vergüenza alguna. Sólo sentían pena y lastima por él, pues estaban convencidas de que su ausencia de color se debía a algún castigo que el Creador le había impuesto. Y como justo y sabio era el Señor, seguro – decían -  que lo tendría bien merecido.
A nadie, nunca, se le ocurrió pensar que la desdicha del cardenal era producto de un descuido del Creador. Pero como los designios de Dios son infinitos e insondables, con el pasar del tiempo, sería el propio hijo de Dios quien pondría fin a la tragedia del cardenalito.
Pasaron siglos y más siglos y ya el pobre pajarito lo había intentado todo: se zambullía en el agua del mar, tratando de impregnarse de su azul embrujo; se revolcaba en la inmaculada nieve, con la ilusión de adquirir su blanquísimo fulgor; se dormía, desde muy temprano en los floridos araguaneyes, con la esperanza de contagiarse del oro refulgente de sus flores. Pero, todo era inútil: su amargura y su frustración iban, cada vez más, en aumento.
Cierto día, en su volar melancólico y solitario, llegó a una alejada región y contempló, aterrado, cómo muchos soldados clavaban en una cruz a un hombre barbudo y de dulcísima expresión y le colocaban, además, una corona de espinas en su cabeza.
Consternado e incrédulo, observó cómo ninguno de los que presenciaban el cruel e inhumano espectáculo hacía nada para impedirlo. Por el contrario, eran muchos los que se reían y mofaban del hombre crucificado, que, como ya habrán adivinado no era otro que Jesús de Nazareth, el hijo de Dios.
Y el dolor de Cristo conmovió de tal manera al cardenalito que, sin medir las consecuencias, voló resueltamente hasta el hombro del crucificado y pudo ver, con sumo horror, cómo una de las espinas laceraba, inmisericorde, la sien derecha de aquel pobre hombre. Como pudo, el pajarito hizo esfuerzos inauditos para removerla, pero esta se hallaba fuertemente incrustada en la carne macerada de aquel infeliz. Al fin, ya a punto de desfallecer y reuniendo fuerzas que ni siquiera sospechaba que pudiera tener, logro arrancar la negra y lacerante espina.
Un inaudible suspiro de alivio brotó de los labios agrietados del moribundo, un esbozo de agradecida sonrisa se dibujó en su rostro demacrado y la más dulce mirada que el cardenalito hubiera contemplado jamás se reflejó en sus ojos de cielo...
Y, en ese preciso instante, ocurrió un suceso increíble, inexplicable y maravilloso: de la abierta herida dejada por la espina, saltó un chorro de la sangre divina que cayó, justamente, sobre el pequeño cuerpo del pajarito, cuyo plumaje absorbió, como por encanto milagroso, el color rojo de aquella preciosa sangre.
Con una emoción imposible de describir, el cardenal se miró el hermosísimo plumaje carmesí y con los ojos completamente humedecidos por la gratitud, emitió, de pronto, el más bello canto de amor que haya salido de pájaro alguno sobre la faz de la tierra.
Finalmente, el cardenalito escuchó, emocionado y agradecido, cómo Jesús, inundándolo de luz con sus divinas pupilas, le dijo dulcemente:
- Podéis ir en paz...
Y, entonces, como si una fuerza muy superior a él lo impulsara, el cardenalito voló y voló, hasta que el reflejo de su rojo plumaje se perdió en el, repentinamente, oscurecido cielo.
Y, en ese momento, Jesús expiró, con un rictus de melancólica, pero satisfecha sonrisa en sus labios...

                                                        Jesús Núñez León.








































































sábado, 13 de agosto de 2016

¡A LA PARED!





¡A LA PARED!

De infelices recuerdos escolares,
citaré el de la maestra Marialed:
¿que mi propio criterio yo esbozare?,
¡de inmediato me mandaba a la pared!

Un buen día dijo, con esa autoridad,
con que se expresan casi todas las maestras:
-Reina en el fondo del mar la oscuridad,
de un negro mundo el océano es la puerta.

Y yo le contesté: -No es cosa cierta,
será en la noche que eso ocurrirá;
porque usted dijo ayer que la luz penetra
a través del agua, ¿o eso no es verdad?

-¡A la pared, ahora mismo, se va usted!;
por interrumpirme la clase, ¡insolente!;
y semana tras semana, a la pared,
me enviaba si opinaba diferente.

Recuerdo una vez en que afirmaba,
que todo ser humano bien formado
debía el mundo conocer donde habitaba,
si no sería un ignorante redomado.

Y yo, desde la pared, le contesté
que el primer ignorante yo sería
porque qué mundo iría a conocer
mirando una pared día tras día.

Del revirón de ojos que me dio,
casi, casi que me incrusta en la pared;
e inexorablemente vivía yo,
de esa maestra, diariamente a su merced.

Una vez que el Director nos visitó,
me encontró de cara a la pared;
y le dije: -¿Para enseñarme a ser mejor,
esto lo considera justo usted?

Y respondió: -Como maestro, debo dar
mi opinión y es lo que haré:
-Si la errada conducta hay que enmendar,
no deja de tener razón usted;
no es pedagógica esa forma de enseñar,
¡abandone, de inmediato, esa pared!

-Maestra, es bochornoso este incidente,
no quisiera entrometerme en su labor,
ni criticar su actuación como docente;
nos ha dado este niño una lección,
le exijo pase usted por dirección,
¡necesitamos conversar urgentemente!

Y al parecer la lección ella aprendió,
de enseñar con más sapiencia fue su sed;
la ansiedad por castigarme abandonó
y más nunca me dijo. ¡a la pared!

            Jesús Núñez León.
            Cel. 0416 6921317
nunezleon48@hotmail.com
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