EL MILAGRO DEL CARDENAL
(CUENTO)
(CUENTO)
Allá, en el
despertar de la vida, cuando Dios Todopoderoso creó los cielos y la tierra y
todo lo que en ella habita; ocurrió que en el quinto día de la génesis del
mundo, decidió el Omnipotente crear todas las aves que surcarían los vastos
espacios terrenales.
Ese día, en una inmensa llanura, trastocada en gigantesco taller
del más grande y magnífico artesano del universo, se encontraban esparcidas por
doquier, las correspondientes representaciones en arcilla de la inmensa
variedad de especies aladas hoy conocidas.
Una a una, con infinita paciencia, las iba tomando el Creador y,
con el soplo maravilloso de su aliento, las dotaba de vida y les asignaba los
nombres y los colores respetivos.
La última de las aves en recibir el don de la vida fue un
bellísimo y delicado pájaro. El Señor lo tomó, en sus manos. En un santiamén le
insufl6 el hálito vital y le dijo:
— Seréis el cardenal, podéis ir en paz...
Tan pronto se hecho a volar el cardenal, el Todopoderoso se
percató de que no le había asignado color alguno al pobre pajarito. Quiso
llamarlo, pero ya el ave se perdía en lontananza, con su elegante y cadencioso
vuelo.
- Ya regresará - Se dijo Dios - Será mejor que me dé prisa, porque
hoy mismo debo crear, también, los peces y los animales que vivirán en el mar. Pero
el cardenalito no regresó. El pobre, inocente de su desgracia, contemplaba
admirado todo lo que el Señor había creado: las plantas, las flores, los
ríos.., y quedábase extasiado ante el multicolor encanto de las demás aves que,
como él, formaban el melodioso mundo de los pájaros.
Una vez, movido por la nunca antes satisfecha curiosidad de
contemplar el color de su propio plumaje, se acercó a un cristalino manantial
y, allí, en el prístino espejo de agua, pudo constatar, horrorizado, la
tristísima verdad de su vida: ¡Su pluma no tenía color alguno...!
Bueno, en honor a la verdad, no era que no tenía ningún color.
Era que su plumaje conservaba el color original de la oscura arcilla con que
fue creado, que, para él, era casi como decir total ausencia de color.
Un indescifrable sentimiento, mezcla de angustia, dolor y
decepción, inundó el alma sensible del cardenalito. Comenzó a imaginar que las
demás aves rehuían su presencia, porque se avergonzaban de su incolora pluma y
eso lo hizo convertirse, poco a poco, en un ser amargado y solitario.
Pero, para ser sinceros, a las demás aves, el cardenalito no les
inspiraba vergüenza alguna. Sólo sentían pena y lastima por él, pues estaban
convencidas de que su ausencia de color se debía a algún castigo que el Creador le había impuesto. Y como
justo y sabio era el Señor, seguro – decían -
que lo tendría bien merecido.
A nadie, nunca, se le ocurrió pensar que la desdicha del
cardenal era producto de un descuido del Creador. Pero como los designios de
Dios son infinitos e insondables, con el pasar del tiempo, sería el propio hijo
de Dios quien pondría fin a la tragedia del cardenalito.
Pasaron siglos y más siglos y ya el pobre pajarito lo había
intentado todo: se zambullía en el agua del mar, tratando de impregnarse de su
azul embrujo; se revolcaba en la inmaculada nieve, con la ilusión de adquirir
su blanquísimo fulgor; se dormía, desde muy temprano en los floridos araguaneyes,
con la esperanza de contagiarse del oro refulgente de sus flores. Pero, todo
era inútil: su amargura y su frustración iban, cada vez más, en aumento.
Cierto día, en su volar melancólico y solitario, llegó a una
alejada región y contempló, aterrado, cómo muchos soldados clavaban en una cruz
a un hombre barbudo y de dulcísima expresión y le colocaban, además, una corona
de espinas en su cabeza.
Consternado e incrédulo, observó cómo ninguno de los que
presenciaban el cruel e inhumano espectáculo hacía nada para impedirlo. Por el
contrario, eran muchos los que se reían y mofaban del hombre crucificado, que,
como ya habrán adivinado no era otro que Jesús de Nazareth, el hijo de Dios.
Y el dolor de Cristo conmovió de tal manera al cardenalito que,
sin medir las consecuencias, voló resueltamente hasta el hombro del crucificado
y pudo ver, con sumo horror, cómo una de las espinas laceraba, inmisericorde,
la sien derecha de aquel pobre hombre. Como pudo, el pajarito hizo esfuerzos
inauditos para removerla, pero esta se hallaba fuertemente incrustada en la
carne macerada de aquel infeliz. Al fin, ya a punto de desfallecer y reuniendo
fuerzas que ni siquiera sospechaba que pudiera tener, logro arrancar la negra y
lacerante espina.
Un inaudible suspiro de alivio brotó de los labios agrietados
del moribundo, un esbozo de agradecida sonrisa se dibujó en su rostro demacrado
y la más dulce mirada que el cardenalito hubiera contemplado jamás se reflejó
en sus ojos de cielo...
Y, en ese preciso instante, ocurrió un suceso increíble,
inexplicable y maravilloso: de la abierta herida dejada por la espina, saltó un
chorro de la sangre divina que cayó, justamente, sobre el pequeño cuerpo del
pajarito, cuyo plumaje absorbió, como por encanto milagroso, el color rojo de
aquella preciosa sangre.
Con una emoción imposible de describir, el cardenal se miró el
hermosísimo plumaje carmesí y con los ojos completamente humedecidos por la
gratitud, emitió, de pronto, el más bello canto de amor que haya salido de
pájaro alguno sobre la faz de la tierra.
Finalmente, el cardenalito escuchó, emocionado y agradecido,
cómo Jesús, inundándolo de luz con sus divinas pupilas, le dijo dulcemente:
- Podéis ir en paz...
Y, entonces, como si una fuerza muy superior a él lo impulsara,
el cardenalito voló y voló, hasta que el reflejo de su rojo plumaje se perdió
en el, repentinamente, oscurecido cielo.
Y, en ese momento, Jesús expiró, con un rictus de melancólica,
pero satisfecha sonrisa en sus labios...
Jesús Núñez León.
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