Hubo una vez un señor llamado Nicolás, que tenía un corazón muy
noble y que sentía un cariño muy especial por los niños.
Don Nicolás tenía un empleo y, del sueldo que devengaba, aportaba
una cierta cantidad para dedicarla a la compra de juguetes para los niños
buenos de su pueblo. Pero, a pesar de que cada vez apartaba una porción mayor
de dinero y de que apenas le quedaba lo suficiente para comer, siempre se
quedaban algunos niños sin juguetes, porque el dinero no alcanzaba para satisfacerlos
a todos. Esto ponía muy triste a Don
Nicolás, pues, aunque él no tenía hijos, consideraba como tales a todos los niños
del pueblo.
Una vez, caminando por la montaña, Don Nicolás fue sorprendido
por una tormenta y tuvo que refugiarse en la primera cueva que encontró a su
paso. Ya en el interior, observó que una manada de lobos también buscaba
refugio en la misma cueva. Lleno de temor, huyó hacia el fondo de la gruta, a
fin de que los lobos no notaran su presencia. Buscando otra vía para salir de
allí; quedó de pronto maravillado con lo que vio. Ante sus ojos se encontraba una especie de
bóveda, cuyas paredes estaban completamente cubiertas de oro. ¡Había descubierto una gran mina de oro!
Muy contento, Don Nicolás esperó hasta que los lobos se
marcharon y corrió al pueblo a comunicarles a todos la buena noticia.
En una de sus visitas a la mina, Don Nicolás se percató de que
el oro se habla agotado. Esto lo llenó de una profunda tristeza; porque, si no
había oro, ya no podría seguir complaciendo a sus queridos niños. Llorando su
desgracia, se tendió en el suelo de la cueva, cuando de repente escuchó una voz
muy dulce que le decía:
“Nicolás, tu has sido muy bueno con los niños. Ha llegado la
hora de recompensarte: quiero que me acompañes hasta el cielo, para que te
encargues de nuestra fábrica de juguetes y así podrás, cada año, recompensar a
todos los niños buenos del mundo llevándoles, en navidad, sus juguetes preferidos”.
Rebosante de felicidad, Don Nicolás bajó de la montaña y se
dirigió directamente a su casa. A la mañana siguiente, los vecinos del pueblo
lo encontraron dormido para siempre. Se habían cumplido los designios de Dios.
Al saberse la noticia de la muerte de Don Nicolás, los niños de
la comarca vinieron, muy tristes, a darle el último adiós. Cada uno traía en
sus manos un manojo de flores, de todos los colores, para depositarlo en la
tumba de su amigo.
Cuando el alma de Don Nicolás subía al cielo, las flores que la
acompañaban semejaban cintas multicolores, y, el pueblo, asombrado, bautizó al
fenómeno con el nombre de “arco iris”. Después de eso, cada vez que aparece el
arco iris, la gente sabe que Don Nicolás está contemplando nuevamente las flores
que le llevaron los niños de su pueblo.
Al llegar al cielo, Don Nicolás se encargó de la fábrica de
juguetes y fue tal el empeño que puso en la tarea de producirlos y de llevar
alegría a todos los niños de la tierra, que empezó a engordar, producto de los
nervios y de la preocupación por hacer bien su trabajo y pronto empezó a crecerle una larga y sedosa
barba que, al igual que su cabello, se tornó blanca como la nieve.
Los habitantes del cielo, enseguida le tomaron gran cariño a Don
Nicolás y comenzaron a llamarle “San” en lugar de ‘Don”, pues él había
demostrado ser tan bondadoso y piadoso corno los demás santos.
Antes de realizar su primer viaje, le regalaron un gran trineo,
para que pudiera transportar a la tierra la gran cantidad de juguetes que la fábrica
había producido.
Desde entonces, San Nicolás no ha dejado de viajar ningún año,
para traer a sus queridos niños, sobre todo a los que son buenos, obedientes y
responsables, los juguetes que la fábrica produce.
Jesús Núñez León.
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